Memoria histórica, relato de Ernest Hemingway sobre la represión en la zona republicana.









«Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: "Vaya, otro día que comienza."

»–Bueno, ahora vamos a tomar el café –dije yo.

»–Bien, bien –dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»

—¿Qué pasó con los otros? –preguntó Robert Jordan–. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?

—¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a ésos no los matamos a tiros.

—¿Qué fue lo que se hizo con ellos?

—Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde lo alto de un peñasco al río.

—¿A los veinte?

—Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.

El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte, hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo y en la cuarta cara, que es la que está al borde del peñasco, hay una hilera de árboles. Abajo, mucho más abajo, corre el río. Hay cien metros a pico desde allí hasta el río.

»Pablo lo organizó todo como para el ataque al cuartel. Primero hizo cerrar las calles con carretas, como si preparase la plaza para una capea, que es una corrida de toros de aficionados. Los fascistas estaban todos encerrados en el Ayuntamiento, que era el edificio más grande que daba a la plaza.

En el edificio se encontraba un reloj empotrado en la pared, y, bajo las arcadas, estaba el club de los fascistas y en la acera se ponían las mesas y las sillas del club, y era allí, antes del Movimiento, en donde los fascistas tenían la costumbre de tomar el aperitivo. Las sillas y las mesas eran de mimbre. Era como un café, pero más elegante.»

—Pero ¿no hubo lucha para apoderarse de ellos?

—Pablo había hecho que los detuvieran por la noche, antes del ataque al cuartel. Pero el cuartel estaba ya cercado. Fueron detenidos todos en su casa, a la hora en que el ataque comenzaba. Eso estuvo muy bien pensado. Pablo es buen organizador. De otra manera hubiera tenido gente que le hubiese atacado por los flancos y por la retaguardia mientras asaltaba el cuartel de la guardia civil.

Pablo es muy inteligente, pero muy bruto. Preparó y ordenó muy bien el asunto del pueblo. Mirad, después de acabar con éxito el ataque del cuartel, rendidos y fusilados contra la pared los cuatro últimos guardias, después que tomamos el desayuno en el café que era siempre el primero que abría, por la mañana, y que es el que está en el rincón de donde sale el primer autobús, Pablo se puso a organizar lo de la plaza. Las carretas fueron colocadas exactamente como si fuese para una capea, salvo que por la parte que daba al río no se puso ninguna. Ese lado se dejó abierto. Pablo dio entonces orden al cura de que confesara a los fascistas y les diera los sacramentos.»

—Y ¿dónde se hizo eso?

—En el Ayuntamiento, como he dicho. Había una gran multitud alrededor, y mientras el cura hacía su trabajo dentro, había un buen escándalo fuera; oíanse groserías, pero la mayor parte de la gente se mostraba seria y respetuosa. Quienes bromeaban eran los que estaban ya borrachos por haber bebido para celebrar el éxito de lo del cuartel, y eran seres inútiles que hubieran estado borrachos de cualquier manera.

Mientras el cura seguía con su trabajo, Pablo hizo que los de la plaza se colocaran en dos filas. Los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río. Así, al salir por la puerta del Ayuntamiento, mirando a través de la plaza, se veían las dos filas espesas de gente esperando.

Iban armados con bieldos, como los que se usan para aventar el grano, y estaban separados entre sí por la distancia de un bieldo. No todos tenían bieldo, porque no se pudo conseguir número suficiente. Pero la mayoría tenían bieldos que habían sacado del comercio de don Guillermo Martín, un fascista que vendía toda clase de utensilios agrícolas. Y los que no tenían bieldo llevaban gruesos cayados de pastor o aguijones de los que se usan para hostigar a los bueyes, u horquillas de madera de las que se utilizan para echar al viento la paja después de la trilla. También los había con guadañas y hoces; pero a éstos los colocó Pablo al final de la hilera que estaba junto a la barranca.

Los hombres de las filas guardaban silencio y el día era claro, hermoso, tan claro como hoy, con nubes altas en el cielo como las de hoy, y la plaza no estaba todavía polvorienta, porque había caído un rocío espeso por la noche y los árboles daban sombra a los hombres que estaban en las filas y se oía fluir el agua que brotaba del tubo de cobre que salía de la boca de un león e iba a caer en la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros.

Solamente cerca del Ayuntamiento, en donde estaba el cura cumpliendo con su deber con los fascistas, había algún escándalo y provenía de aquellos sinvergüenzas, que, como he dicho, estaban ya borrachos y se apretujaban contra las ventanas, gritando groserías y bromas de mal gusto por entre los barrotes de hierro de las ventanas. La mayoría de los hombres que estaban en las filas aguardaban en silencio y oí que uno a otro preguntaba: "¿Habrá mujeres?" Y el otro contestó: "Espero que no, Cristo."

Entonces, un tercero dijo: "Mira, ahí está la mujer de Pablo. Escucha. ¿Va a haber mujeres?"

Le miré y era un campesino vestido de domingo que sudaba de lo lindo y le dije: "No, Joaquín; no habrá mujeres. Nosotros no matamos a las mujeres. ¿Por qué habíamos de matar a las mujeres?"

Y él dijo: "Gracias a Dios que no habrá mujeres. ¿Y cuándo va a empezar? "

–En cuanto acabe el cura –le dije yo.

–¿Y el cura?

–No lo sé –le dije y vi que en su rostro se dibujaba el sufrimiento, mientras se le cubría la frente de sudor.

–Nunca he matado a un hombre –dijo.

–Entonces, ahora aprenderás –le contestó el que estaba a su lado–.

Pero no creo que un golpe de ésos mate a un hombre –y miró el bieldo que sostenía con las dos manos.

–Ahí está lo bueno –dijo el otro–. Hay que dar muchos golpes.

–Ellos han tomado Valladolid –dijo alguien–; han tomado Avila. Lo oí cuando veníamos al pueblo.

–Pero nunca tomarán este pueblo. Este pueblo es nuestro. Les hemos ganado por la mano. Pablo no es de los que esperan a que ellos den el primer golpe –dije yo.

–Pablo es muy capaz –dijo otro–. Pero cuando acabó con los civiles fue un poco egoísta. ¿No lo crees así?

–Sí –contesté yo–; pero ahora vais a participar vosotros en todo.

–Sí –dijo él–. Esto está bien organizado. Pero ¿por qué no oímos noticias del Movimiento?

–Pablo ha cortado los hilos del teléfono antes del ataque al cuartel. Todavía no se han reparado.

–¡Ah! –dijo él–; es por eso por lo que no se sabe nada. Yo he oído algunas noticias en la radio del peón caminero esta mañana, muy temprano.

–¿Por qué vamos a hacer esto así? –me preguntó otro.

–Para economizar balas –contesté yo– y para que cada hombre tenga su parte de responsabilidad.

–Entonces, que comience. Que comience. Que comience –le miré y vi que estaba llorando.

–¿Por qué lloras, Joaquín? –le pregunté–. No hay por qué llorar.

»–No puedo evitarlo –dijo él–. No he matado nunca a nadie.

Quien no haya visto el día de la revolución en un pueblo pequeño, en donde todo el mundo se conoce y se ha conocido siempre, no ha visto nada. Y aquel día, los más de los hombres que estaban en las dos filas que atravesaban la plaza, llevaban las ropas con las que iban a trabajar al campo, porque tuvieron que apresurarse para llegar al pueblo; pero algunos no supieron cómo tenían que vestirse en el primer día del Movimiento y se habían puesto su traje de domingo y de los días de fiesta, y ésos, viendo que los otros, incluidos los que habían llevado a cabo el ataque al cuartel, llevaban su ropa más vieja, sentían vergüenza por no estar vestidos adecuadamente. Pero no querían quitarse la chaqueta por miedo a perderla, o a que se la quitaran los sinvergüenzas, y estaban allí, sudando al sol, esperando que aquello comenzara.

Fue entonces cuando el viento se levantó y el polvo, que se había secado ya sobre la plaza, al andar y pisotear los hombres se comenzó a levantar, así que un hombre vestido con traje de domingo azul oscuro gritó: "¡Agua, agua!", y el barrendero de la plaza, que tenía que regarla todas las mañanas con una manguera, llegó, abrió el paso del agua y empezó a asentar el polvo en los bordes de la plaza y hacia el centro. Los hombres de las dos filas retrocedieron para permitirle que regase la parte polvorienta del centro de la plaza; la manguera hacía grandes arcos de agua, que brillaban al sol, y los hombres, apoyándose en los bieldos y en los cayados y en las horcas de madera blanca, miraban regar al barrendero. Y cuando la plaza quedó bien regada y el polvo bien asentado, las filas se volvieron a formar, y un campesino gritó: "¿Cuándo nos van a dar al primer fascista? ¿Cuándo va a salir el primero de la caja?"

–En seguida –gritó Pablo desde la puerta del Ayuntamiento–. En seguida va a salir el primero. –Su voz estaba ronca de tanto gritar durante el asalto al cuartel.

–¿Qué los está retrasando? –gritó uno.

–Aún están ocupados con sus pecados –contestó Pablo.

–Claro, como que son veinte –replicó otro.

–Más –repuso otro.

–Y entre veinte hay muchos pecados que confesar.

–Sí, pero me parece que es una treta para ganar tiempo. En un caso como éste, sólo deberían recordar los más grandes.

–Entonces, tened paciencia, porque para veinte se necesita algún tiempo, aunque no sea más que para los pecados más gordos.

–Ya la tengo –contestó otro–; pero sería mejor acabar. En bien de ellos y de nosotros. Estamos en julio y hay mucho trabajo. Hemos segado, pero no hemos trillado. Todavía no ha llegado el tiempo de las fiestas y las ferias.

–Pero esto de hoy será una fiesta y una feria –dijo alguien–. Será la feria de la libertad, y desde hoy, cuando hayamos terminado con éstos, el pueblo y las tierras serán nuestras.

–Hoy trillamos fascistas –gritó otro–, y de la paja saldrá la libertad de este pueblo.

–Tenemos que administrarla bien, para merecerla –añadió otro más–. Pilar, ¿cuándo nos reunimos para la reorganización?

–En seguida que acabemos con éstos –dije yo–. En el mismo edificio del Ayuntamiento.

Yo llevaba en son de chanza uno de esos tricornios charolados de la Guardia civil y había bajado el disparador de la pistola, sosteniéndolo con el pulgar como me parecía que era preciso hacerlo, y la pistola estaba colgada de una cuerda que llevaba alrededor de la cintura, con el largo cañón metido bajo la cuerda. Cuando me la puse me pareció que era una buena broma, pero luego lamenté no haber cogido el estuche de la pistola, en lugar del sombrero. Y uno de los hombres de las filas me dijo: "hija, me parece de mal gusto que lleves ese sombrero, ahora que se ha acabado con cosas como la Guardia civil..."

–Entonces, me lo quitaré –dije yo, y me lo quité.

–Dámelo –dijo él–; hay que destruirlo.

Y como estaba al final de la fila, en donde el paseo corre a lo largo del borde de la barranca que da al río, cogió el sombrero y lo echó a rodar desde lo alto de la barranca, de la misma manera que los pastores cuando tiran una piedra a las reses para que se reúnan. El sombrero salió volando por el vacío y lo vimos hacerse cada vez más pequeño, con el charol brillando a la luz del sol, en dirección al río. Volví a mirar a la plaza y vi que en todas las ventanas y en todos los balcones se apretujaba la gente y la doble fila de hombres atravesaba la plaza hasta el porche del Ayuntamiento y la multitud estaba apelmazada debajo de las ventanas del edificio, y se oía el ruido de mucha gente que hablaba al mismo tiempo; y luego oí un grito y alguien dijo: "Aquí viene el primero." Y era don Benito García, el alcalde, que salía con la cabeza al aire, bajando lentamente los escalones del porche. Y no pasó nada. Don Benito cruzó entre las dos filas de hombres que llevaban los bieldos en la mano y no pasó nada. Y se adelantó entre las filas de hombres, con la cabeza descubierta, la ancha cara redonda de color ceniciento, la mirada fija ante él echando de vez en vez una ojeada a derecha e izquierda y andando con paso firme. Y no pasaba nada.

Desde un balcón, alguien gritó: "¿Qué ocurre, cobardes?" Don Benito seguía avanzando entre las filas de hombres y no pasaba nada. Entonces vi, a tres metros de mí, a un hombre que hacía gestos raros con la cara, que se mordía los labios y tenía blancas las manos que sujetaban el bieldo. Le vi que miraba a don Benito y que le veía acercarse. Y seguía sin pasar nada. Entonces, un poco antes de que don Benito pasara por su lado, el hombre levantó el bieldo con tanta fuerza, que casi tira al suelo al que tenía a su lado, y con el bieldo descargó un golpe que dio a don Benito en la cabeza. Don Benito miró al hombre, que volvió a golpearle, gritando: "Esto es para ti, cabrón." Y esta vez le dio en la cara. Don Benito levantó las manos para protegerse la cara y entonces los demás comenzaron a golpearle, hasta que cayó y el hombre que le había golpeado primero llamó a los otros para que le ayudasen y tiró de don Benito por el cuello de la camisa y los otros cogieron a don Benito por los brazos y le arrastraron con la cara contra el polvo, llevándole hasta el borde del barranco, y desde allí le arrojaron al río. Y el hombre que le había golpeado primero se arrodilló junto a las rocas y gritó: "Cabrón. Cabrón. Cabrón." Era un arrendatario de don Benito y nunca se habían entendido bien. Habían tenido una disputa a propósito de un pedazo de tierra cerca del río que don Benito le había quitado y había arrendado a otro, y el rentero, desde entonces, le odiaba. Aquel hombre ya no volvió a las filas después de eso. Se quedó sentado al borde de la barranquera mirando al lugar por donde había caído don Benito.

Después de don Benito no salió nadie. No había ruido en la plaza, porque todo el mundo estaba aguardando a ver quién sería el próximo. Entonces, un borracho se puso a gritar: "Que salga el toro. Que salga el toro."

Alguien, desde las ventanas del Ayuntamiento, replicó: "No quieren moverse. Todos están rezando."

Otro borracho gritó: "Sacadlos; vamos, sacadlos. Se acabó el rezo."

Pero nadie salía, hasta que, por fin, vi salir a un hombre por la puerta.

Era don Federico González, el propietario del molino y de la tienda de ultramarinos, un fascista de primer orden. Era un tipo grande y flaco, peinado con el pelo echado de un lado a otro de la cabeza, para tapar la calva, y llevaba una chaqueta de pijama metida de cualquier manera por el pantalón. Iba descalzo, como le sacaron de su casa, y marchaba delante de Pablo, con las manos en alto, y Pablo iba detrás de él, con el cañón de su escopeta apoyado contra la espalda de don Federico González, hasta el momento en que dejó a don Federico entre las dos filas de hombres. Pero cuando Pablo le dejó y se volvió a la puerta del Ayuntamiento, don Federico se quedó allí sin poder seguir adelante, con los ojos elevados hacia el cielo y las manos en alto, como si quisiera asirse de algún punto invisible.

–No tiene piernas para andar –dijo alguien.

–¿Qué te pasa, don Federico? ¿No puedes andar? –preguntó otro.

Pero don Federico seguía allí, con las manos en alto, moviendo ligeramente los labios.

–Vamos –le gritó Pablo desde lo alto de la escalera–. Camina.

Don Federico seguía allí sin poder moverse. Uno de los borrachos le pegó por detrás con el mango de un bieldo y don Federico dio un salto como un caballo asustado; pero siguió en el mismo sitio, con las manos en alto y los ojos puestos en el cielo.

Entonces, el campesino que estaba junto a mí, dijo: "Es una vergüenza. No tengo nada contra él, pero hay que acabar." Así es que se salió de la fila, se acercó a donde estaba don Federico y dijo: "Con su permiso", y le dio un golpe muy fuerte en la cabeza con un bastón.

Entonces, don Federico bajó las manos y las puso sobre su cabeza, por encima de su calva, y con la cabeza baja y cubierta por las manos y sus largos cabellos ralos que se escapaban por entre sus dedos, corrió muy de prisa entre las dos filas, mientras le llovían los golpes sobre las espaldas y los hombros, hasta que cayó. Y los que estaban al final de la fila le cogieron en alto y le arrojaron por encima de la barranca. No había abierto la boca desde que salió con el fusil de Pablo apoyado sobre los riñones. Su única dificultad estaba en que no podía moverse. Parecía como si hubiera perdido el dominio de sus piernas.

Después de lo de don Federico vi que los hombres más fuertes se habían juntado al final de las hileras, al borde del barranco, y entonces me fui del sitio, me metí por los porches del Ayuntamiento, me abrí camino entre dos borrachos y me puse a mirar por la ventana. En el gran salón del Ayuntamiento estaban todos rezando, arrodillados en semicírculo y el cura estaba de rodillas y rezaba con ellos. Pablo y un tal Cuatrodedos, un zapatero remendón, que siempre estaba con él por aquel entonces, y dos más, estaban de pie con los fusiles.
Y Pablo le dijo al cura: "¿A quién le toca ahora?" Y el cura siguió rezando y no le respondió.

–Escucha –dijo Pablo al cura, con voz ronca–: ¿A quién le toca ahora? ¿Quién está dispuesto?

El cura no quería hablar con Pablo y hacía como si no le viera y yo veía que Pablo se estaba poniendo enfadado.

–Vayamos todos juntos –dijo don Ricardo Montalvo, que era un propietario, levantando la cabeza y dejando de rezar para hablar.

–¡Qué va! –dijo Pablo–. Uno por uno y cuando estéis dispuestos.

–Entonces, iré yo –dijo don Ricardo–. No estaré nunca más dispuesto que ahora.

El cura le bendijo mientras hablaba y le bendijo de nuevo cuando se levantó, sin dejar de rezar, y le tendió un crucifijo para que lo besara, y don Ricardo lo besó y luego se volvió y dijo a Pablo: "No estaré nunca tan bien dispuesto como ahora. Tú, cabrón de mala leche, vamos."

Don Ricardo era un hombre pequeño, de cabellos grises y de cuello recio, y llevaba la camisa abierta. Tenía las piernas arqueadas de tanto montar a caballo. "Adiós –dijo a los que estaban de rodillas–; no estéis tristes. Morir no es nada. Lo único malo es morir entre las manos de esta canalla. No me toques –dijo a Pablo–, no me toques con tu fusil."

Salió del Ayuntamiento con sus cabellos grises, sus ojillos grises, su cuello recio, achaparrado, pequeño y arrogante. Miró la doble fila de los campesinos y escupió al suelo. Podía escupir verdadera saliva, y en momentos semejantes tienes que saber, inglés, que eso es una cosa muy rara. Y gritó: "¡Arriba España! ¡Abajo la República! y me c... en la leche de vuestros padres."

Le mataron a palos, rápidamente, acuciados por los insultos, golpeándole tan pronto como llegó a la altura del primer hombre; golpeándole mientras intentaba avanzar, con la cabeza alta, golpeándole hasta que cayó y desgarrándole con los garfios y las hoces una vez caído, y varios hombres le llevaron hasta el borde del barranco para arrojarle, y cuando lo hicieron las manos y las ropas de esos hombres estaban ensangrentadas; y empezaban a tener la sensación de que los que iban saliendo del Ayuntamiento eran verdaderos enemigos y tenían que morir.

Hasta que salió don Ricardo con su bravura insultándoles, había muchos en las filas, estoy segura, que hubieran dado cualquier cosa por no haber estado en ellas. Y si uno de entre las filas hubiera gritado: "Vámonos, perdonemos a los otros, ya tienen una buena lección", estoy segura de que la mayoría habría estado de acuerdo.

Pero don Ricardo, con toda su bravuconería, hizo a los otros un mal servicio. Porque excitó a los hombres de las filas y, mientras que antes habían estado cumpliendo con su deber sin muchas ganas, luego estaban furiosos y la diferencia era visible.

–Haced salir al cura, y las cosas irán más de prisa –gritó alguien.

–Haced salir al cura.

–Ya hemos tenido tres ladrones; ahora queremos al cura.

–Dos ladrones –dijo un campesino muy pequeño al hombre que había gritado–. Fueron dos ladrones los que había con Nuestro Señor.

–¿El señor de quién? –preguntó el otro, furioso, con la cara colorada.

–Es una manera de hablar: se dice Nuestro Señor.

–Ese no es mi señor, ni en broma –dijo el otro–. Y harías mejor en tener la boca cerrada, si no quieres verte entre las dos filas.

–Soy tan buen republicano libertario como tú –dijo el pequeño–. Le he dado a don Ricardo en la boca y le he pegado en la espalda a don Federico. Aunque he marrado a don Benito, ésa es la verdad. Pero digo que Nuestro Señor es así como se dice y que tenía consigo a dos ladrones.

–Me c... en tu republicanismo. Tú hablas de don por aquí y por allá.

–Así es como los llamamos aquí.

–No seré yo. Para mí, son cabrones. Y tu señor... Ah, mira, aquí viene uno nuevo.

Fue entonces cuando presencié una escena lamentable, porque el hombre que salía del Ayuntamiento era don Faustino Rivero, el hijo mayor de su padre, don Celestino Rivero, un rico propietario. Era un tipo grande, de cabellos rubios, muy bien peinados hacia atrás, porque siempre llevaba un peine en el bolsillo y acababa de repeinarse antes de salir. Era un Don Juan profesional, un cobarde que había querido ser torero. Iba mucho con gitanos y toreros y ganaderos, y le gustaba vestir el traje andaluz, pero no tenía valor y se le consideraba como un payaso. Una vez anunció que iba a presentarse en una corrida de Beneficencia para el asilo de ancianos de Avila y que mataría un toro a caballo al estilo andaluz, lo que durante mucho tiempo había estado practicando; pero cuando vio el tamaño del toro que le habían destinado en lugar del toro pequeño de patas flojas que él había apartado para sí, dijo que estaba enfermo y algunos dicen que se metió tres dedos en la garganta para obligarse a vomitar.

Cuando le vieron los hombres de las filas empezaron a gritar:

–Hola, don Faustino. Ten cuidado de no vomitar.

–Oye, don Faustino, hay chicas guapas abajo, en el barranco.

–Don Faustino, espera que te traigan un toro más grande que el otro.

Y uno le gritó:

–Oye, don Faustino, ¿no has oído hablar nunca de la muerte?

Don Faustino permanecía allí, de pie, haciéndose el bravucón. Estaba aún bajo el impulso que le había hecho anunciar a los otros que iba a salir. Era el mismo impulso que le hizo ofrecerse para la corrida de toros. Ese impulso fue el que le permitió creer y esperar que podría ser un torero aficionado. Ahora estaba inspirado por el ejemplo de don Ricardo y permanecía allí, parado, guapetón, haciéndose el valiente y poniendo cara desdeñosa. Pero no podía hablar.

–Vamos, don Faustino –gritó uno de las filas–. Vamos, don Faustino. Ahí está el toro más grande de todos.

Don Faustino los miraba, y creo que mientras estaba mirándolos no había compasión por él en ninguna de las filas. Sin embargo, seguía allí con su hermosa estampa, guapetón y bravo; pero el tiempo pasaba y no había más que un camino.

–Don Faustino –gritó alguien–. ¿Qué es lo que esperas, don Faustino?

–Se está preparando para vomitar –dijo otro, y los hombres se echaron a reír.

–Don Faustino –gritó un campesino–, vomita, si eso te gusta. Para mí es igual.

Entonces, mientras nosotros le mirábamos, don Faustino acertó a mirar por entre las filas a través de la plaza hacia el barranco, y cuando vio el roquedal y el vacío detrás, se volvió de golpe y se metió por la puerta del Ayuntamiento.

Los hombres de las filas soltaron un rugido y alguien gritó con voz aguda: "¿Adonde vas, don Faustino, adonde vas?"

–Va a vomitar –contestó otro, y todo el mundo rompió a reír.

Entonces vimos a don Faustino, que salía de nuevo, con Pablo a sus espaldas, apoyando el fusil en él. Todo su estilo había desaparecido. La vista de las filas de los hombres le había disipado el tipo y el estilo, y ahora reaparecía con Pablo detrás de él, como si Pablo estuviera barriendo una calle y don Faustino fuese la basura que tuviera delante. Don Faustino salió persignándose y rezando, y nada más salir, se puso las manos delante de los ojos y sin dejar de mover la boca, se adelantó entre las filas.

–Que no lo toque nadie. Dejadle solo –gritó uno.

Los de las filas lo entendieron y nadie hizo un movimiento para tocarle. Don Faustino, con las manos delante de los ojos siguió andando por entre las dos filas, sin dejar de mover los labios.

Nadie decía nada y nadie le tocaba, y cuando estuvo hacia la mitad del camino, no pudo seguir más y cayó de rodillas.

Nadie le golpeó. Yo me adelanté por detrás de una de las filas, para ver lo que pasaba, y vi que un campesino se había inclinado sobre él y le había puesto de pie, y le decía:

"Levántate, don Faustino, y sigue andando, que el toro no ha salido todavía."

Don Faustino no podía andar solo y el campesino de blusa negra le ayudó por un lado y otro campesino, con blusa negra y botas de pastor, le ayudó por el otro, sosteniéndole por los sobacos, y don Faustino iba andando por entre las filas con las manos delante de los ojos, sin dejar de mover los labios, sus cabellos sudorosos brillando al sol; y los campesinos decían cuando pasaba: "Don Faustino, buen provecho." Y otros decían: "Don Faustino, a sus órdenes", y uno que había fracasado también como matador de toros dijo: "Don Faustino, matador, a sus órdenes"; y otro dijo: "Don Faustino, hay chicas guapas en el cielo, don Faustino." Y le hicieron marchar a todo lo largo de las dos filas teniéndole en vilo de uno y otro lado y sosteniéndole para que pudiera andar, y él seguía con las manos delante de los ojos. Pero debía de mirar por entre los dedos, porque cuando llegaron al borde de la barranquera se puso de nuevo de rodillas y se arrojó al suelo; y, agarrándose al suelo tiraba de las hierbas, diciendo: "No. No. No, por favor. No, por favor. No. No."

Entonces, los campesinos que estaban con él y los otros hombres más fuertes del final de las filas se precipitaron rápidamente sobre él, mientras seguía de rodillas, y le dieron un empujón y don Faustino pasó sobre el borde de la barranquera sin que le hubiesen puesto siquiera la mano encima, y se le oyó gritar con fuerza y en voz muy alta mientras caía.

Fue entonces cuando comprendí que los hombres de las filas se habían vuelto crueles y que habían sido los insultos de don Ricardo, primero, y la cobardía de don Faustino luego lo que los había puesto así.

–Queremos otro –gritó un campesino, y otro campesino, golpeándole en la espalda, le dijo: "Don Faustino, qué cosa más grande, don Faustino."

Ahora ya habrá visto el toro –dijo un tercero–. Ahora no le servirá ya de nada vomitar.

–En mi vida –dijo otro campesino–, en mi vida he visto nada parecido a don Faustino.

–Hay otros –dijo el otro campesino–, ten paciencia. ¿Quién sabe lo que veremos todavía?

–Ya puede haber gigantes y cabezudos –dijo el primer campesino que había hablado–. Ya puede haber negros y bestias raras del África. Para mí, nunca, nunca habrá nada parecido a don Faustino. Pero que salga otro, vamos; queremos otro.

Los borrachos se pasaban botellas de anís y de coñac que habían robado en el bar del centro de los fascistas, las cuales se metían entre pecho y espalda como si fueran de vino, y muchos hombres de entre las filas empezaron también a sentirse un poco beodos de lo que habían bebido después de la emoción de don Benito, don Federico, don Ricardo y, sobre todo, don Faustino. Los que no bebían de las botellas de licor bebían de botas que corrían de mano en mano. Me ofrecieron una bota y bebí un gran trago, dejando que el vino me refrescase bien la garganta al salir de la bota, porque yo también tenía mucha sed.

–Matar da mucha sed –dijo el hombre que me había tendido la bota.

–¡Qué va! –dije yo–; ¿has matado tú?

–Hemos matado a cuatro –dijo orgullosamente–, sin contar a los civiles. ¿Es verdad que has matado tú a uno de los civiles?

–Ni a uno solo –contesté yo–; disparé en la humareda, como los otros, cuando cayó el muro. Eso es todo.

–¿De dónde has sacado esa pistola?

–Me la dio Pablo; me la dio Pablo después de haber matado a los civiles.

–¿Los mató con esa pistola?

–Con ésta mismamente, y luego me la dio.

–¿Puedo verla? ¿Me la dejas?

–¿Cómo no, hombre? –dije yo, y le di la pistola. Me preguntaba por qué no salía nadie y en ese momento, ¿qué es lo que veo sino a don Guillermo Martín, el dueño de la tienda en donde habían cogido los bieldos, los cayados y las horcas de madera? Don Guillermo era un fascista, pero aparte de eso, nadie tenía nada contra él.

Es verdad que no pagaba mucho a los que le hacían los bieldos; pero tampoco los vendía caros, y si no se quería ir a comprar los bieldos en casa de don Guillermo, uno mismo podía hacérselos por poco más que el coste de la madera y el cuero. Don Guillermo tenía una manera muy ruda de hablar y era, sin duda alguna, un fascista, miembro del centro de los fascistas, en donde se sentaba a mediodía y por la tarde en uno de los sillones cuadrados de mimbre, para leer El Debate, para hacer que le limpiaran las botas y para beber vermut con agua de Seltz y comer almendras tostadas, gambas a la plancha y anchoas. Pero no se mata a nadie por eso, y estoy segura de que, de no haber sido por los insultos de don Ricardo Montalvo y por la escena lamentable de don Faustino y por la bebida consiguiente a la emoción que habían despertado don Faustino y los otros, alguien hubiera gritado: "Que se vaya en paz don Guillermo. Ya tenemos sus bieldos. Que se vaya."

.../...

POR QUIEN DOBLAN LAS CAMPANAS



El historiador Hugh Thomas en su obra "La guerra civil española" hace referencia a este relato;

"En las zonas rurales, a menudo la revolución consistió básicamente en el asesinato de los miembros de la clase alta o la burguesía. Y así, la descripción que hace Ernest Hemingway en su novela "Por quien doblan las campanas" de como los habitantes de un pueblo golpean primero a los hombres de la clase media y luego los arrojan por un precipicio se aproxima a la realidad de lo que ocurrió en la famosa ciudad andaluza de Ronda (aunque de lo ocurrido fuera responsable una banda de Málaga). Allí fueron asesinadas 512 personas el primer mes de la guerra. En Guadix, un grupo de jóvenes terroristas de ideas más o menos anarquistas se apoderó de la ciudad y mato bastante indiscriminadamente durante cinco meses".


Sucesos semejantes ocurrieron en lugares como en el Cabo Mayor en Santander, donde diecisiete trapenses fueron maltratados y luego maniatados arrojados vivos a un acantilado. Ó en la fosa de Camuñas (Toledo), el foso de una mina donde fueron arrojados los represaliados de los alrededores, algunos moribundos.











Si queremos recordar la historia debemos recordarlo todo.









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