EVANGELIO Y LUCHA

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San Pablo quería que cada cristiano fuese un atleta (cfr. 1 Cor, 9, 24). Y el atleta sólo llega a serlo con el ejercicio de la fuerza. Las fuerzas, tanto espirituales como físicas, sino se ejercitan disminuyen; para aumentar, para multiplicarse han de ejercitarse.

La vida cristiana debe ser precisamente eso: un ejercicio constante, una lucha sin cuartel para cambiar, primero, nuestra vida a la luz de las exigencias de Cristo; y, para después, llevar esta transformación, esta verdadera revolución, a la entraña misma de nuestra sociedad y de todos los ambientes.

Por lo tanto, bien se podrá decir que no tenemos derecho a la paz mientras no hayamos desterrado el mal de nuestras vidas y de la sociedad. La paz que se buscase antes de esas conquistas sería una paz corruptora. De aquí que debamos tener cuidado con «la paz» que, a veces, muy cómodamente deseamos.

San Juan de Avila no dudaba en afirmar: «Más vale buena guerra que mala paz». Y es que es así: la paz, mal entendida, aumenta las comodidades, convirtiéndolas en vergonzosos refinamientos; enferma los entendimientos, pervierte la imaginación y afemina los sentimientos. Y si quedase alguna duda sólo es necesario echar un vistazo a nuestra sociedad para comprobarlo.

La tranquilidad, la felicidad y el reposo es imposible en este mundo. En este mundo hay que sufrir, y hay que luchar. Escucha, sino, a Santa Teresa de Jesús: «Que parezca, como es así, que es tiempo de luchar, y que hasta haber victoria no debe haber descuido». Fíjate, que hasta la hora de nuestra muerte la Iglesia no dice a sus hijos: «Descansa en paz». En verdad, hasta ese momento no hay derecho al reposo, no hay derecho a bajar la guardia.

Ser discípulo de Cristo es incompatible con cualquier actitud pusilánime, cobarde o apocada. Los que en nombre de Cristo tuercen el cuello y escabullen la mirada para evitar «complicaciones» no se han enterado de lo que supone ser cristiano.

Escucha al mismo Salvador: «No he venido a traer la paz, sino la espada» (Mt. 10, 34). En Jesucristo existe una total oposición a la comodidad y a la injusticia, una superioridad de la verdad sobre el mero y cómodo acuerdo de unos con otros que, a la postre, conduce al poder de la injusticia y al dominio de la mentira. Un Jesús que se hubiera limitado a comprenderlo todo no hubiera sido crucificado.

Es ridículo pensar que se puede suprimir la lucha de la vida cristiana. La lucha está en el fondo del espíritu cristiano, y es principio y fuente de nobleza para el hombre. Toda nobleza viene de esta lucha. Dice el cardenal Ratzinger: «Los cristianos no pueden vivir como todo el mundo. El cristiano debe tener muy claro, hoy más que nunca, que pertenece a una minoría que debe estar en contra de lo que el «espiritu del mundo», como lo denomina el Nuevo Testamento, considera bueno, natural y lógico».

Los santos, los héroes cristianos fueron todos ellos grandes luchadores. Hombres que con su esfuerzo, pero sobre todo con la gracia de Dios, llegan al dominio de sí mismos, a la posesión serena de sus instintos y pasiones. Son señores de sí mismos a fuerza de lucha; por eso el santo disfruta de una verdadera soberanía, llegando a dominar las contrariedades extemas, las persecuciones de los enemigos, e, incluso, las fuerzas de la naturaleza.

Los amantes de la comodidad, del placer y de la dulce inercia son seres inferiores, inútiles y rudimentarios. La alta y exigente vida de Cristo no se puede desplegar en ellos.

La actividad y la energía de espíritu son la primera condición del cristiano. El cristiano es un combatiente; y es doctrina común en la Iglesia católica que el cristiano que no quiere combatir ya está vencido, mas aún ya está muerto.

El hombre que quiera obrar rectamente debe dominar, de lo contrario, el quedará dominado, vencido y esclavo de sus más bajos instintos. La razón debe dominar en el hombre para no ser esclavos ni de nosotros mismos ni de las ideas imperantes en el ambiente.

Ahora bien, sabemos por experiencia que en nosotros hay no poca flaqueza e inconstancia a la hora de perseverar en la lucha. La pereza, el desánimo, la tristeza, etc... son componentes de esta fragilidad bien conocida.

El cristiano sabe que es débil, pero sabe que con Dios lo puede todo. Con la gracia y la ayuda de Él pasa por encima de toda posible contrariedad.

Es lo que afirmaba San Pablo: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Fil.4,13). Esta debe ser nuestra divisa a la hora de asaltar la muralla que queremos derribar.

Acabo con la certeza de esta afirmación: Si es verdad que no puede haber vida cristiana sin lucha, no es menos cierto que no puede haber lucha sin vida cristiana comprometida.

Mossen Benet. Fuente: ESCLAT.

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