Stéphane Mercier suspendido por manifestarse con palabras duras contra el aborto en la UCL



Stéphane Mercier, Profesor suspendido por la Universidad Católica de Lovaina y en el marco de un procedimiento disciplinario después de hacer unos comentarios radicales en contra del aborto, manifestó entre otras cosas que: "El aborto es un eufemismo que esconde una mentira: la verdad es que el aborto es el asesinato de una persona inocente." Según informa lesoir.be.

Pensamos que si nos atenemos a lo general el profesor suspendido está en lo cierto, si analizamos las estadísticas al menos en España el aumento del número de abortos ha ido acompañado del crecimiento de la riqueza y de la caída brusca de la natalidad, y parece que se trata más de un cambio cultural que de atender una teórica necesidad de reconocer situaciones de crisis.












A partir del año 2000 hubo un repunte de la natalidad por la llegada de muchos inmigrantes, quizás nos podríamos plantear que si en la opinión pública esta bien visto defender a estas personas (y no decimos que no haya que tenerlo en cuenta) está relacionado con la necesidad que tenemos de compensar nuestra pirámide poblacional, mientras se promueve el aborto como un derecho y sea tan difícil defender el derecho a la vida de los no-nacidos. Y si no es todo ello consecuencia de una mentalidad cada vez más individualista, pero es salirnos un poco del tema.

Quizás lo primero sería volver a tener en cuenta qué significa un aborto, porque como ha ocurrido con otras cosas parece que se ha ido perdiendo la perspectiva de qué supone, a fuerza de convivir con algo malo acabamos por acostumbrarnos a ello. También a fuerza de oír continuamente los argumentos de los que consiguieron imponer sus tesis en las leyes, los que defendían que hay que tener más en cuenta la problemática de la mujer. Para llegar a la situación actual se ha tenido que pasar por las fases anteriores en las que se enfatizaban las crisis por las que pasan las mujeres que luego abortan para romper el principio heredado de que la vida humana no nacida también debe ser protegida. Y una vez roto ese principio con excepciones se fue colando poco a poco excepciones cada vez más amplias hasta llegar a que prevalezca el derecho al aborto sin necesidad de justificación, así ha ocurrido al menos en España. Si el derecho a la vida del no nacido ya no era un absoluto, dependerá más de lo subjetivo y el derecho de la mujer puede prevalecer sobre ello dependiendo de las opiniones. Un derecho primario a la vida antes de todos se hizo debatible, esta pensamos es la raíz del problema.

También porque emocionalmente la realidad de qué es un aborto suele permanecer oculta y sin embargo la problemática de la mujer se tiene presente, se la ve y lo otro no lo vemos. Y hasta causa cierto escándalo mostrar las imágenes de abortos reales, hay quien argumenta que mostrar esas imágenes hiere la sensibilidad, y se podría responder; pues si hiere la sensibilidad será por alguna razón. Quizás habría que empezar por redescubrir que supone un aborto, la imagen de ello es la de un pequeño ser humano y es dura es cierto, pero también es la verdad.







Los que recordamos los primeros debates para legalizar el aborto al principio en supuestos excepcionales, sabemos que entonces no se estaba acostumbrado a la permisividad actual y se defendían con claridad ideas semejantes a las del profesor Stéphane Mercier. Juan Pablo II en una visita a España en 1982 cuando estaba aún en debate legalizarlo afirmo en un acto multitudinario; "quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona ya concebida pero todavía no nacida, cometería una grave violación del orden moral, nunca se puede justificar la muerte de un inocente...". Juan Pablo II nos daba una pequeña catequesis sobre el derecho a la vida, una argumentación religiosa pero también racional, porque el aborto provocado supone el acto voluntario de matar una vida, que se justifica y hasta se promueve como un derecho en algunas legislaciones. Y se aprecia en las consecuencias, cuando es legalizado el número de abortos aumenta poco a poco hasta multiplicarse, pero no porque aumenten las situaciones de crisis sino porque aumenta la aceptación social y se acaba viendo como algo normal. Por ello es importante no dejar de denunciarlo aunque sea en contra de la opinión predominante.

Y luego hay excepciones y casos de crisis en los que la responsabilidad de la mujer está atenuada, pero si vemos las estadísticas apreciamos que los casos extremos luego son muy pocos.

Los que oímos y leímos los argumentos de JPII no podemos dejar de pensar que lo que decía era verdad, no sólo por ser las palabras del entonces Papa también porque estaba razonado, ¿y podemos pensar esa verdad ha cambiado con el tiempo?. Quizás sorprende que una universidad católica no permita una voz que discrepe con la mentalidad dominante, teniendo en cuenta las muchas que oímos a favor todos los días.






"Las opciones contra la vida proceden, a veces, de situaciones difíciles o incluso dramáticas de profundo sufrimiento, soledad, falta total de perspectivas económicas, depresión y angustia por el futuro. Estas circunstancias pueden atenuar incluso notablemente la responsabilidad subjetiva y la consiguiente culpabilidad de quienes hacen estas opciones en sí mismas moralmente malas. Sin embargo, hoy el problema va bastante más allá del obligado reconocimiento de estas situaciones personales. Está también en el plano cultural, social y político, donde presenta su aspecto más subversivo e inquietante en la tendencia, cada vez más frecuente, a interpretar estos delitos contra la vida como legítimas expresiones de la libertad individual, que deben reconocerse y ser protegidas como verdaderos y propios derechos.

De este modo se produce un cambio de trágicas consecuencias en el largo proceso histórico, que después de descubrir la idea de los « derechos humanos » —como derechos inherentes a cada persona y previos a toda Constitución y legislación de los Estados— incurre hoy en una sorprendente contradicción: justo en una época en la que se proclaman solemnemente los derechos inviolables de la persona y se afirma públicamente el valor de la vida, el derecho mismo a la vida queda prácticamente negado y conculcado, en particular en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte.

Por una parte, las varias declaraciones universales de los derechos del hombre y las múltiples iniciativas que se inspiran en ellas, afirman a nivel mundial una sensibilidad moral más atenta a reconocer el valor y la dignidad de todo ser humano en cuanto tal, sin distinción de raza, nacionalidad, religión, opinión política o clase social.

Por otra parte, a estas nobles declaraciones se contrapone lamentablemente en la realidad su trágica negación. Esta es aún más desconcertante y hasta escandalosa, precisamente por producirse en una sociedad que hace de la afirmación y de la tutela de los derechos humanos su objetivo principal y al mismo tiempo su motivo de orgullo. ¿Cómo poner de acuerdo estas repetidas afirmaciones de principios con la multiplicación continua y la difundida legitimación de los atentados contra la vida humana? ¿Cómo conciliar estas declaraciones con el rechazo del más débil, del más necesitado, del anciano y del recién concebido? Estos atentados van en una dirección exactamente contraria a la del respeto a la vida, y representan una amenaza frontal a toda la cultura de los derechos del hombre. Es una amenaza capaz, al límite, de poner en peligro el significado mismo de la convivencia democrática: nuestras ciudades corren el riesgo de pasar de ser sociedades de « con-vivientes » a sociedades de excluidos, marginados, rechazados y eliminados. Si además se dirige la mirada al horizonte mundial, ¿cómo no pensar que la afirmación misma de los derechos de las personas y de los pueblos se reduce a un ejercicio retórico estéril, como sucede en las altas reuniones internacionales, si no se desenmascara el egoísmo de los Países ricos que cierran el acceso al desarrollo de los Países pobres, o lo condicionan a absurdas prohibiciones de procreación, oponiendo el desarrollo al hombre? ¿No convendría quizá revisar los mismos modelos económicos, adoptados a menudo por los Estados incluso por influencias y condicionamientos de carácter internacional, que producen y favorecen situaciones de injusticia y violencia en las que se degrada y vulnera la vida humana de poblaciones enteras?

¿Dónde están las raíces de una contradicción tan sorprendente?

Podemos encontrarlas en valoraciones generales de orden cultural o moral, comenzando por aquella mentalidad que, tergiversando e incluso deformando el concepto de subjetividad, sólo reconoce como titular de derechos a quien se presenta con plena o, al menos, incipiente autonomía y sale de situaciones de total dependencia de los demás. Pero, ¿cómo conciliar esta postura con la exaltación del hombre como ser « indisponible »? La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie. También se debe señalar aquella lógica que tiende a identificar la dignidad personal con la capacidad de comunicación verbal y explícita y, en todo caso, experimentable. Está claro que, con estos presupuestos, no hay espacio en el mundo para quien, como el que ha de nacer o el moribundo, es un sujeto constitutivamente débil, que parece sometido en todo al cuidado de otras personas, dependiendo radicalmente de ellas, y que sólo sabe comunicarse mediante el lenguaje mudo de una profunda simbiosis de afectos. Es, por tanto, la fuerza que se hace criterio de opción y acción en las relaciones interpersonales y en la convivencia social. Pero esto es exactamente lo contrario de cuanto ha querido afirmar históricamente el Estado de derecho, como comunidad en la que a las « razones de la fuerza » sustituye la « fuerza de la razón ».

A otro nivel, el origen de la contradicción entre la solemne afirmación de los derechos del hombre y su trágica negación en la práctica, está en un concepto de libertad que exalta de modo absoluto al individuo, y no lo dispone a la solidaridad, a la plena acogida y al servicio del otro. Si es cierto que, a veces, la eliminación de la vida naciente o terminal se enmascara también bajo una forma malentendida de altruismo y piedad humana, no se puede negar que semejante cultura de muerte, en su conjunto, manifiesta una visión de la libertad muy individualista, que acaba por ser la libertad de los « más fuertes » contra los débiles destinados a sucumbir.

Precisamente en este sentido se puede interpretar la respuesta de Caín a la pregunta del Señor « ¿Dónde está tu hermano Abel? »: « No sé. ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? » (Gn 4, 9).

Sí, cada hombre es « guarda de su hermano », porque Dios confía el hombre al hombre. Y es también en vista de este encargo que Dios da a cada hombre la libertad, que posee una esencial dimensión relacional. Es un gran don del Creador, puesta al servicio de la persona y de su realización mediante el don de sí misma y la acogida del otro. Sin embargo, cuando la libertad es absolutizada en clave individualista, se vacía de su contenido original y se contradice en su misma vocación y dignidad.

Hay un aspecto aún más profundo que acentuar: la libertad reniega de sí misma, se autodestruye y se dispone a la eliminación del otro cuando no reconoce ni respeta su vínculo constitutivo con la verdad. Cada vez que la libertad, queriendo emanciparse de cualquier tradición y autoridad, se cierra a las evidencias primarias de una verdad objetiva y común, fundamento de la vida personal y social, la persona acaba por asumir como única e indiscutible referencia para sus propias decisiones no ya la verdad sobre el bien o el mal, sino sólo su opinión subjetiva y mudable o, incluso, su interés egoísta y su capricho.

Con esta concepción de la libertad, la convivencia social se deteriora profundamente. Si la promoción del propio yo se entiende en términos de autonomía absoluta, se llega inevitablemente a la negación del otro, considerado como enemigo de quien defenderse. De este modo la sociedad se convierte en un conjunto de individuos colocados unos junto a otros, pero sin vínculos recíprocos: cada cual quiere afirmarse independientemente de los demás, incluso haciendo prevalecer sus intereses. Sin embargo, frente a los intereses análogos de los otros, se ve obligado a buscar cualquier forma de compromiso, si se quiere garantizar a cada uno el máximo posible de libertad en la sociedad. Así, desaparece toda referencia a valores comunes y a una verdad absoluta para todos; la vida social se adentra en las arenas movedizas de un relativismo absoluto. Entonces todo es pactable, todo es negociable: incluso el primero de los derechos fundamentales, el de la vida.

Es lo que de hecho sucede también en el ámbito más propiamente político o estatal: el derecho originario e inalienable a la vida se pone en discusión o se niega sobre la base de un voto parlamentario o de la voluntad de una parte —aunque sea mayoritaria— de la población. Es el resultado nefasto de un relativismo que predomina incontrovertible: el « derecho » deja de ser tal porque no está ya fundamentado sólidamente en la inviolable dignidad de la persona, sino que queda sometido a la voluntad del más fuerte. De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de totalitarismo fundamental. El Estado deja de ser la « casa común » donde todos pueden vivir según los principios de igualdad fundamental, y se transforma en Estado tirano, que presume de poder disponer de la vida de los más débiles e indefensos, desde el niño aún no nacido hasta el anciano, en nombre de una utilidad pública que no es otra cosa, en realidad, que el interés de algunos. Parece que todo acontece en el más firme respeto de la legalidad, al menos cuando las leyes que permiten el aborto o la eutanasia son votadas según las, así llamadas, reglas democráticas. Pero en realidad estamos sólo ante una trágica apariencia de legalidad, donde el ideal democrático, que es verdaderamente tal cuando reconoce y tutela la dignidad de toda persona humana, es traicionado en sus mismas bases: « ¿Cómo es posible hablar todavía de dignidad de toda persona humana, cuando se permite matar a la más débil e inocente? ¿En nombre de qué justicia se realiza la más injusta de las discriminaciones entre las personas, declarando a algunas dignas de ser defendidas, mientras a otras se niega esta dignidad? ». Cuando se verifican estas condiciones, se han introducido ya los dinamismos que llevan a la disolución de una auténtica convivencia humana y a la disgregación de la misma realidad establecida".


Juan Pablo II


Evangelium vitae. Sobre el Valor y el Carácter Inviolable de la Vida Humana





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