El humanismo español tradicional





El humanismo moderno

Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las Vidas Paralelas, de Plutarco, unos tipos de hombres que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del Año Cristiano. Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual, el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.

Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosa son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin substancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno. La idea de Protágoras, de vivir en ella, sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta a pueblos enteros, o por lo menos a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes creen que es malo, con [568] la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas, tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos. El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.

La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras, con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo. Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de humanismo.

Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades «a priori», han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el hombre sea la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la soberanía de su pensamiento, consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de [569] Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.


El humanismo del orgullo

Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío. De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las primeras etapas del camino.

En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima, que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda en la [570] confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre, cuandose sale con la suya, progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores. Aún dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición: estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo. La civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de «boycoteados», de caídos y de exhombres.

Pero tampoco puede tener carácter universalista en el sentido de internacional. Como cree que los pueblos se dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio que habitan los hombres superiores. De esa manera se «congelan» naciones enteras, que no permiten que les entren las corrientes emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el resentimiento de los pueblos excluidos.

Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero, tampoco. [571] La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u obrero. Pero en cuanto se deja de ser el «ministro» de un bien transcendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascalina de hacer la bestia porque se quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el Universo, que no puede soportar su tiranía. Y entonces el desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la falta de preparación en algún aspecto. En cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía precisamente en la confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso.


El humanismo materialista

Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían considerándose superiores al hombre, como el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras hueras, aunque no inofensivas, porque son, según piensa, los pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales sobre otras. Frente a las jerarquías tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta nueva. Se propone establecer la igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español, pero con una diferencia. Los españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente, la igualdad de los hombres, porque creemos en la igualdad esencial de las almas. Estos humanistas, al contrario, postulan la igualdad esencial de los cuerpos. Puesto que hay una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se nutren, crecen, se reproducen y mueren, ¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas inexorablemente, en [2] que se trate a todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para todos y cada uno reciba su ración de la comunidad?

Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse. La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte. El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al cabo de las experiencias infructuosas el fundador del comunismo exclamó un día: «¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!», y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.

Y así ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado Servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil, bajo el apotegma de que: «Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la Esclavitud: no hay un tercer camino.» La razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el [3] reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos. La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse el bienestar del pueblo. En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho.

Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal. Y la humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su mera posibilidad, porque no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuida sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan substituido por algún otro su frustrado sueño.

De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa [4] de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?


Nuestro humanismo en las costumbres

Entre estos dos sentidos del hombre: el exclusivista del orgullo y el fisiológico de la nivelación, el español tiende su vía media. No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los inferiores, porque le parecen indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer que Dios ha dividido a los hombres de toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la herejía, la secta: la división o seccionamiento del género humano.

El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: «Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro si no hace más que otro.» Es un dicho que viene del lenguaje popular. En gallego reza: «Un home non e mais que outro, si non fai mais que outro.» Los catalanes expresan lo mismo con su proverbio: «Les obres fan els mestres.» Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que unos hombres hacen más que otros, que unos se encuentran en posición de hacer más que otros y que hay obras maestras y otras que no lo son; hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros; y así se acepta la desigualdad en las posiciones sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización. Yo puedo ser duque, y tú, criado. Aquí hay una diferencia de posición. Pero en lo que se dice «ser», en lo que afecta a la esencia, nadie es más que otro si no hace más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades, lo que quiere decir, en el fondo, que no se es más que otro, porque son las obras las mejores o peores, y el que hoy las hace buenas, mañana puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez del otro, excepto Dios. Los hombres hemos de contentarnos con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú, criado; pero yo puedo ser mal duque, y tú, buen criado. En lo esencial somos iguales, y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí, que por encima [5] de las diferencias de las clases sociales, están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.

Este espíritu de esencial igualdad, no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad, aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor organizados, en que el espíritu de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que nosotros. Pero hay algo anterior al amor al prójimo, y es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como próximo. Una caridad que le considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate con generosidad. Es preciso que el pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo que han hecho los españoles como ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más humilde que entre hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales. Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia. Es característico el aire señoril del mendigo español. El hidalgo podrá no serlo en sus negocios. Es seguro, en cambio, que en un presidio español no se apelará en vano a la caballerosidad de sus inquilinos.

Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se habían alistado, respondían muchos de ellos: «We follow our betters.» (Seguimos a los que son mejores que nosotros.) Reconozco toda la magnífica disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla. Menéndez y Pelayo dice que hemos sido una democracia frailuna. En los conventos, en efecto, se reúnen en pie de igualdad hombres de distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano, uno rico, otro pobre, aquel, ignorante, éste, letrado. Todos han de seguir la misma regla. En la vida española las diferencias de clase solían expresarse en los distintos trajes: la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la regla de igualdad está en las almas. Por eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos hacen de emperadores y otros de pontífices y otros de sirvientes, pero al llegar al fin se igualan todos, mientras que [6] Sancho nos asimila a las distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la partida.

Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.

Se dirá que todo esto no es sino catolicismo. Pero lo curioso es que en España es lo mismo la persuasión de los descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser seleccionistas, es decir, partidarios de penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aún lo son menos que los creyentes. Están más lejos que la España católica y popular del aristocratismo protestante. Y así como los pueblos que se creen de selección, se alzan sobre un bajo fondo social de ex-hombres, incapaces de redención, en España no hay ese mundo de gentes caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les dirían: «¡Arriba, hermanos, que sois como nosotros!»


Nuestro humanismo en la historia

Esto no es solamente un supuesto. Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leoneses eran de una raza superior. Lo que les dijo textualmente es que: «Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo descendemos.» El ejemplo de Ojeda los siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, junto a la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.

Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero [7] ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras Leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de Encomiendas para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.

Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fecha del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado «Fiesta de la Raza» a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.

Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados en los hombres, seguros en el credo, por eso fuimos también siempre institucionistas. Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarlo. La misma monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el de todos los hombres. El gran Arias Montano, contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:

«La persona principal, entre todos los Príncipes de la tierra, que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica es el rey don [8] Philipo, nuestro señor, porque él solo francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy, lo hacen o con sombra y arrimo de S. M. o con respeto que le tienen; y esto no sólo es parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual la afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado...»

Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su monarca que renuncie a su política católica o universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos. El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ese fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma. Y este es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus períodos de fe, sino también en los de escepticismo. El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que el llamamiento lo hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: «Sto ad ostium, et pulso.» (Estoy en el umbral y llamo.) Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.

Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también ella forma parte del [9] todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo. Pero esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a todas las otras criaturas físicas. En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el llamamiento de lo alto y entonces se levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.


Defensa de la Hispanidad
Ramiro de Maeztu (Vitoria, 4 de mayo de 1875 – Aravaca, 29 de octubre de 1936)






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